Tal
y como está documentado por los historiadores, en enero de 1937, se encontraban
refugiadas en Málaga capital unas ochenta mil personas civiles que venían
huyendo de las fuerzas militares insurgentes. Estos refugiados procedían tanto
de las provincias limítrofes de Sevilla, Cádiz, Córdoba y Granada, como de las
zonas ocupadas por las tropas rebeldes en la provincia malagueña.
A
partir del 7 de febrero de ese año se produjo la ruptura del frente malagueño y
el avance de las fuerzas franquistas sobre la capital, provocando el éxodo
masivo de unas trescientas mil personas civiles indefensas, entre ellas
numerosas mujeres, ancianos y niños, que tomaron la carretera de Almería en
dirección a esta ciudad.
A
lo largo de toda una semana, esta población civil aterrorizada, sin alimentos
ni cobijo, ni atención médica, avanzó penosamente por dicha carretera bajo el
bombardeo y ametrallamiento sistemáticos, por tierra, mar y aire, por parte de
las fuerzas franquistas y sus aliados fascistas italianos y nazis alemanes.
Todo ello bajo el mando directo del general Queipo de Llano, que ordenó esta
masacre.
Se
cumplen ahora ochenta años de esta cruel masacre, pero según el Derecho
Internacional estos actos constituyen crímenes contra la humanidad y no
prescriben nunca.
En
todos los países de Europa, liberada del nazi-fascismo tras la Segunda Guerra
Mundial, existió un reconocimiento público a las víctimas de los crímenes de
guerra y contra la humanidad, y se erradicaron los vestigios jurídicos, institucionales
y monumentales de la barbarie fascista.
En
España, cuarenta años después de la llegada de la “democracia”, masacres como
la de Málaga siguen en el olvido. Somos el país de Europa con más cadáveres en
fosas comunes, la mayoría aún sin identificar. Mientras, los restos mortales
del responsable de aquella masacre, reposan actualmente, con todos los honores
y bendición eclesiástica, en la basílica de la Macarena de Sevilla.
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